Afuera no hay nada qué hacer

Suenan las voces en inglés de los comentaristas del partido, el alborotado estruendo de una cancha ajena, que puedo ver a través de mi pantalla en mi habitación, en una noche como esta, a la mitad de la semana. Mis ojos brillan por el reflejo de la luz de la pantalla de mi laptop y también brillan por una inesperada felicidad que se atañe a una esperanza de que mi equipo de básquet favorito, los Warriors, ganen. Por la pantalla de mi celular hago contacto con la cara irritada, desconcertante y expectante de Aldair, quien viste su jersey de los Lakers. El partido aún está empezando y estoy más sonriente que de costumbre.

Cuando los Lakers fallan un tiro me dan ganas de burlarme simultáneamente que la luz de mi habitación parpadea. Me confundo menos de un segundo cuando todo obscurece y la señal de que mi celular y mi laptop están cargando desaparece. Se fue la luz. Hoy. Un miércoles por la noche. Veo el reflejo de la videollamada que parece congelarse en la cara de mi mejor amigo. Un “no puede ser” sale de mi boca eufóricamente mientras salgo al pasillo y oigo las risas de mi hermano, quien parece restarle importancia a mi evidente descontento. Empezamos a desordenar la casa en busca de velas y linternas. Sólo puedo pensar en la pena de perderme precisamente este partido, el partido que determinará si pasan a playoffs. Los minutos transcurren en silencio, sin celular, sin luz, sin televisión y nace un inesperado aburrimiento que hace mucho no experimentaba. Pensamientos como que Tesla estaría riéndose y no somos nada pasan como balas por mi mente.

Trato de establecer un diálogo con mi hermano, que está en un sillón acostado y yo estoy en otro, recostada. Le pregunto ¿qué es el tiempo?, él titubea, como siempre pasa cuando hago esa pregunta de repente, como si los tomara por sorpresa. Pese a la fortuita interrogante, contesta: el tiempo es… una cuarta dimensión. Lo que conocemos hoy en día es lo que decía Einstein, cuando hablamos del tiempo hablamos del espacio también. El tiempo define el qué, el estado en el que estaba. Lo escucho a la vez que me desilusiono porque esperaba una definición más filosófica e individual, mientras veo la pared ahora amarillenta por la luz de las velas. Pasa esa cuarta dimensión o el tiempo, como sea que hay que llamarle, y cambio el tema cuando le digo: vamos a ver el cielo. Su réplica se adorna con tono irritado: hay luna, no se ve nada con la luna.

No entiendo muy bien a qué se refiere con ello, quizá, que la luz de la luna interfiere con que las estrellas se vean bien. Ignoro el comentario, me levanto y voy hacia la puerta que da al patio. A pesar de que el brillo de la luna es intenso aun así puedo ver las estrellas que la acompañan. Veo las siluetas de los árboles en el suelo, todo permanece en silencio fuera del canto de los grillos. Mi fastidio empieza a desvanecerse mientras pienso irónicamente que si tuviera electricidad podría estar tuiteando de la quietud que se respira. Pero no hay Twitter, no hay personas dándome «me gusta» por ello y no tengo donde escribir mis ideas, tan solo queda mi memoria. Después de un rato viendo el cielo por un momento me distraigo con otros pensamientos. Bajo el arrullo de los grillos, la bocanada espesante del aire y el tañido calmado de mis latidos, puedo sentir una profunda desconexión. 

Entro a la casa con el cuidado que la oscuridad me permite y escucho los ronquidos sonoros de mi hermano, quien duerme plácidamente en la sala. Mientras recorro el pasillo hacia mi habitación y con una mano sujeto la linterna pequeña, distingo el empolvado telescopio que yace desde hace varios meses sin usarse. La linterna lo recupera propiciándome a mí el campo visual. Lo saco como puedo, con mis dos brazos alrededor de él y de la forma más cuidadosa que puedo lo llevo afuera.

Lo acomodo sobre la mesa blanca que percibo gracias al alumbramiento que propicia ese satélite natural lejano. Intento buscar la luna, aunque resulta fácil por su brillante luz. Veo a través del ocular la forma de sus hendiduras en forma de cráteres hasta que poco a poco se mueve a la orilla de la forma circular del lente. Un gato callejero se acerca, el mismo gato que alimento casi todas las noches. Maúlla, lo acaricio y ronronea. Sus grandes ojos verdes se posan sobre mí como si esperara algo. Quizá su porción de comida. Aun así, como si supiera qué estoy haciendo, alza su vista al cielo y yo entreveo su perfil gatuno.

Logro divisar Júpiter con sus rayas características, su pequeño remolino y tres pequeños puntos alrededor de él. Así paso las próximas horas, buscando sin ninguna aplicación que me ayude como normalmente lo haría, me las apaño como puedo moviendo el telescopio. Pierdo la noción del tiempo. Afuera sólo se escucha el maullido del gato, los grillos y la brisa. Por el lapso de una hora es como si nada más existiera y mi reciente cólera fuera vencida por la forma de los cuerpos celestes que me acompañan y mi confusión al lograr divisar las constelaciones.

Como si me sacaran de mi ensoñación, la calle sin pavimentar de enfrente, la olvidada en las orillas de un pueblo fronterizo parece ser adherida por la luz de una camioneta que puedo identificar por la icónica escalera de su lomo y va tan rápido como si quisiera aplanar la tierra. El gato me ve, como si esperara una reacción de mi parte. 

No pasa mucho tiempo. La luz de la casa de enseguida me da la señal, el murmullo atolondrado de ventiladores y refrigeradores comienza. El vacío mundano de un miércoles por la noche parece establecer su sitio y parece que yo he regresado de un viaje, todo recae sobre mí: los pendientes, el partido, las notificaciones de Facebook y Twitter, el mensaje que nunca envié a mi amigo avisándole mi inesperada marcha. La voz aguda de un niño desconocido de mi colonia que grita con todas sus fuerzas la luz, la luz me trae de vuelta. Estar sin electricidad no es tan malo, pienso, mientras corro atropelladamente por mi cargador para ver qué pasó con el futuro de los Warriors y escucho el golpeteo de las teclas de la computadora de mi hermano.